Empieza con un cántico en latín, en una terraza.
Hay viento la noche del 27 de
noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas
que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada
de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un
corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín -un
detalle que aporta humanidad, un defecto necesario- y subir una escalera, una
ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la
terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo
luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es
extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas
indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones
blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que
se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja
el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se
cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de
casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción.
Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años
tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos
gruesos.
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