La inflación alemana, Josep Pla, p. 248
Ya os podéis imaginar el estado
de ánimo de toda esta pobre gente, la indignación y el pánico se traducen a
menudo en puro y simple saqueo. Y también ustedes podrán figurarse la confusión
que reina en las tiendas. Los precios están a expensas del humor del vendedor.
A veces por comprar una botella de vino del Rin te piden cuarenta céntimos y de
un cuarto de kilo de margarina te cobran cinco pesetas. Todo está patas arriba
porque la gente ha perdido la carta de navegación.
Lo mismo que pasa en las tiendas
ocurre en las casas de cambio. La gente, aterrorizada, invade las casas de los
cambistas. Esta es la batalla diaria de todos los extranjeros que vivimos en
Berlín. Como en esta batalla nos va la comida y la cena, tenemos las ideas muy
claras y hacemos todo lo necesario para llevarlas a cabo. No nos privamos de
nada. No es raro tener que hacer cola una tarde entera para conseguir los
marcos suficientes para ir a cenar, y aún es más usual acabar a puñetazos con
gente de todas las razas. La solidaridad humana, ante un trozo de papel con una
hilera de ceros, se rompe con una facilidad aterradora.
Las calles tienen un aspecto de
anormalidad. La policía no deja llegar al centro de Berlín a las cuadrillas, y
las criaturas hambrientas se cuelan, y es raro el día en que la policía no
tenga que disolver, ante la Casa de la Ciudad de Berlín especialmente, a
manifestantes que gritan: «¡Tenemos hambre!
¡Tenemos hambre!». Y esto no es solo cosa de parados. A pesar de la censura en
los periódicos, se sabe que los obreros que tienen empleo han hecho manifestaciones
en el interior de sus fábricas. Las direcciones de las fábricas importantes
están vigiladas militarmente. Camiones llenos de policías armados hasta los
dientes patrullan constantemente las calles. Y, a veces, pasa un camión cargado
de obreros pálidos y endemoniados, esposados, estos pobres obreros alemanes que
llevan sombrero hongo y sobre todo de tela fina.
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