Los últimos días de Roger Federer, Geodd Dyer, p 73
«La gran suerte de Nietzsche»,
según Cioran, fue «haber terminado como terminó: ¡en un estado de euforia!».
Cioran, que terminó vaciado por la demencia, no se refiere al final de la vida
real de Nietzsche, el 25 de agosto de 1900, después de más de una década siendo
cuidado por su madre, primero, y luego conservado como una efigie indefensa por
su hermana. Elisabeth asumió el control no solo del cuerpo de su hermano, sino,
trágicamente, de su obra, supervisando la transformación de un escritor que
había escrito que «el maldito antisemitismo» había sido «la razón de la ruptura
radical entre mi hermana y yo» -y cuyas palabras finales, semicoherentes, incuían
la afirmación de que estaba «haciendo fusilar a todos los antisemitas»- en
alguien indeleblemente asociado con Hlitler y el nazismo. «Desafortunado en
vida -escribe Richard Wolin en La seducción de la sinrazón-, Nietzsche fue, en
muchos sentidos, aún más desafortunado
después de muerto».
Los visitantes de la Villa
Silberblick, en Weimar, que se convirtió en el hogar del filósofo incapacitado,
de su hermana y del archivo que ella controlaba, escuchaban aullidos provenientes
de la habitación donde Nietzsche yacía, en el piso de arriba, chillidos que
sonaban como expresiones de agonía psíquica pero que no contenían ningún
significado más allá del hecho biológico de que estaba vivo y era capaz de
producirlos, sin ningún recuerdo
atormentador ni residuo de extinguida intuición ni lucidez destruida.
Peregrinos eminentes o especialmente devotos subían a verlo, incorporado o
acostado con una túnica de lino blanco, que lo hacía parecer un gurú», pero
también, para nosotros, parecía él mismo, ya que fue en esta etapa cuando Hans
Olde esbozó sus icónicos retratos.
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