La estrella de la mañana, KO Knausgard, p. 724
Hay una zona gris cuando aparece una nueva especie en la tierra, los cambios ocurren tan gradualmente que resulta imposible establecer una clara separación entre de dónde venía y lo que es. Y sabemos ahora que existía una maraña de otras criaturas parecidas al mismo tiempo, también ellas difíciles de situar. Pero, en todo caso, los primeros seres humanos fueron un suceso local, aunque no solo de dos, como en el mito de la creación, tampoco de muchos más. Podrían haberse conocido todos entre ellos. ¿Qué aspecto tenía el mundo para esos seres? ¿Les era ajeno? ¿Se sentían distintos, separados de la vida que los rodeaba?
El filósofo alemán Hans Jonas
opinaba que para los primeros seres humanos la vida era algo evidente y se daba
por sentada, y la muerte era el misterio. Para ellos, todo estaba vivo -el
viento, el agua, el bosque, la montaña-, y, en consecuencia, también el muerto
tendría que estar vivo, solo que de otro modo, o en otra parte. Para nosotros
es al revés, escribió Jonas, ahora la muerte es lo que se da por sentado y lo
que se encuentra en todas partes a nuestro alrededor, mientras que la vida es
el misterio. La muerte entonces entendida como lo inerte, la materia muerta,
las piedras, la arena, el agua, el aire, los planetas, las estrellas, el vacío.
Y de la misma manera que los primeros seres humanos consideraban a los muertos
vivos de otra manera, nosotros consideramos a los vivos muertos de otra manera:
el cuerpo no es más que un cuerpo, materia, el corazón es un dispositivo
mecánico, el cerebro es electroquímica, y la muerte, un interruptor que apaga
la vida.
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