Las singularidades, John Banville, p. 281
En los viejos tiempos de
inconsciencia, cuando los niños todavía jugaban al aire libre, en sitios donde
había piedras y espinas, todos tenían costras, según escribe Godley -recordad
que seguimos estudiando con detenimiento su carta, escépticos y llenos de
curiosidad. Al principio, cuando la costra acaba de formarse, es sumamente delicada
y sangra al menor pinchazo o golpecito exploratorio. Los cortes dejaban una
sola costra, pero los arañazos, sobre todo los provocados por las zarzas,
dibujaban una larga elipse rojo oscuro, como un collar de rubíes diminutos. Una
vez secas y endurecidas, las de mayor tamaño adquirían el color de las moras no
del todo maduras y presentaban su mismo brillo opaco y su mismo tacto
irregular, firme y cálido en la superficie. Los chiquillos las cuidaban y
protegían, y al menos una vez al día alzaban un borde con una uña, solo un poco,
con cautela, para comprobar el grado de resistencia que aún oponían. Una
punzadita aguda advertía de que todavía no estaban maduras. Sin embargo,
llegaba el día en que era posible levantarlas por completo, como la tapa de un
joyero en miniatura, despacio y conteniendo el aliento. Siempre había un punto
pegajoso al que se aferraban tercamente, o que las aferraba tercamente, por lo
que se requería una pausa para reflexionar, tras la cual se reanudaba la
operación con una maniobra más firme y más enérgica, y de repente el caparazón se
desprendía, intacto y ligero como una escama de mermelada de mora seca, y el
último punto de fijación cedía con lo que parecía un beso minúsculo al revés, y
allí, expuesta al fin, estaba la zona de piel irrealmente nueva y tierna, fresca,
frágil y brillante como el ala de una libélula.
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