Soy un financiero en una ciudad
gobernada por financieros. Mi padre era un financiero en una ciudad gobernada por
industriales. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por
comerciantes. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por una
sociedad estrechamente unida, indolente y puritana, corno la mayoría de las
aristocracias de provincias. Esas cuatro ciudades son rodas la misma: Nueva
York.
Aunque esta es la capital del
futuro, sus habitantes son nostálgicos por naturaleza. Cada generación tiene su
propia idea de lo que era «la antigua Nueva York» y asegura ser su legítima
heredera. De todo eso resulta, por supuesto, una perpetua reinvención del
pasado. Y eso, en consecuencia, significa que siempre hay nuevos antiguos
neoyorquinos. Los primeros descendientes de los colonos holandeses y británicos
que pasaban por nuestra nobleza local no querían saber nada de aquel inmigrante
alemán que se había hecho primero trampero, después comerciante de pieles y por
fin magnate inmobiliario. Y solo sentían desprecio por el barquero de Staten
Island convertido en magnate naviero y ferroviario. En cuanto aquellos
comerciantes y constructores se unieron a los escalafones superiores de la
sociedad, sin embargo, fue solo para mirar con superioridad a los recién
llegados de Pittsburgh y Cleveland con sus fortunas grasientas y tiznadas de
hollín. Como su riqueza era más enorme que nada imaginado hasta entonces, eran
objeto de desdén y hasta se los tildaba de ladrones. Aun así, después de
conquistar la ciudad, aquellos industriales a su vez mostraron su desprecio por
los banqueros que estaban remodelando el paisaje financiero americano y dando
entrada a una nueva era de prosperidad, tachándolos de especuladores y
apostadores.
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