Las singularidades, John Banville, p. 195
Pese a ser un trabajador infatigable,
Godley se permitía ciertas distracciones. No tenía oído ni ojo para el arte
elevado, pero apreciaba con fervor lo que más tarde se conocería como «cultura
popular». Le gustaba la música chabacana más lánguida y almibarada de los años
posteriores a la posguerra. Le encantaba asimismo el cine y asistía con
frecuencia a las funciones de tarde de la Arcady Arthouse (ilustración 7), una
sala universitaria especializada en los clásicos en blanco y negro de los años
dorados de Hollywood. Le gustaban los wésterns en particular. Él y Gabriel
Swan, que compartía su entusiasmo por «esos cuentos morales de nuestro tiempo»,
como Godley los definió, se sentaban en la primera fila, en las dos butacas del
centro, fascinados, con el rostro alzado con felicidad infantil hacia la
parpadeante pantalla luminosa. Más de uno de los autores que estudiaron su
figura, con Pavel Popov y B. J. Grace entre los más prominentes, han dado a
entender que esta supuesta predilección por los placeres simples y los
pasatiempos sencillos era una farsa orquestada con esmero a fin de promover la
imagen de una personalidad sin pretensiones y con gustos corrientes, en la
línea de otros grandes maestros de la mascarada, como los dos Albert (Einstein
y Schweitzer) y el filósofo Ludwig Wittgenstein. «Actúo -solía señalar Godley-,
luego soy actor». Tras la muerte de Swan, no volvió a la Arthouse y regaló, o
tiró, sus discos gramofónicos.
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