No callar, Javier Cercas, p. 69
Georges Bataille, que tantas
veces polemizó con Sartre, fue todavía más allá: no es solo que el mal siempre
esté a nuestro alcance y siempre seamos libres de elegirlo; es que el mal
habita dentro de cada ser humano, forma parte de nosotros. «La parte maldita»,
llamó a esa zona del ser humano Bataille, que en 1929 escribió: «Hay en cada
hombre un animal encerrado en una prisión, como un esclavo; hay una puerta: si
la abrimos, el animal se escapa como el esclavo que encuentra una salida;
entonces el hombre muere provisoriamente y la bestia se comporta como una bestia».
Esta asidua familiaridad con el mal explica que, en 1963, en Eichmann en
Jerusalén, Hannah Arendt hablara, no menos famosamente, de la banalidad del
mal. Lo que Arendt quería decir en ese libro que tanto escándalo suscitó en su
momento no es, sin embargo, que el mal fuera banal -de hecho, pocas cosas hay menos
banales que él-; lo que quería decir es que quienes cometen el mal son a menudo
personas banales, empezando por Adolf Eichmann, el protagonista de su libro,
uno de los mayores criminales de la historia de la humanidad, arquitecto de la
llamada Solución Final -ese eufemismo con el que los nazis bautizaron el
exterminio judío-, un hombre insignificante que, según concluye la propia
Arendt, «no era un monstruo, pero era realmente difícil no sospechar que fuera
un payaso». Dicho esto, la pregunta casi se impone: ¿ por qué sigue
fascinándonos el mal? ¿cómo es posible que, sobre todo en la ficción, nos
sintamos más atraídos por los criminales que por las buenas personas? ¿será
verdad que, como decía André Gide, no se puede hacer buena literatura con los
buenos sentimientos o que, como decía el gran poeta catalán Gabriel Ferrater,
es imposible hablar de la felicidad sin poner cara de idiota?
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