No callar, Javier Cercas, p. 84
Su imagen ahora más conocida y
más secreta, aquella en que se le ve sentado en su escaño azul de presidente
durante la tarde del 23 de febrero de 1981, solo y un poco espectral en medio
de un rojo desierto de escaños vacíos, mientras los golpistas acribillan a
tiros el hemiciclo del Congreso. Por entonces yo no conocía un texto en el que,
mucho antes que yo, apenas tres años después del golpe, Rafael Sánchez Ferlosio
había tenido quizá una intuición semejante y había formulado el elogio más
exaltado que conozco de este hombre común y corriente que demostró ser cien
veces mejor que tantos que se creían superiores a él, incluidos algunos
mequetrefes adornados de matrículas de honor que le rodeaban en el Gobierno y
que se reían de él a sus espaldas porque no había leído a Maquiavelo, incluido
el periódico El País, que escribió contra él algunos editoriales terribles,
incluido el autor de este artículo. «Sin embargo ..., oh, sin embargo», escribe
Ferlosio, «Suárez, siendo como es harto escaso de elocuencia, hubo de verse,
con todo, en el trance, afortunadamente excepcional, de tener que demostrar a
cuerpo limpio qué es lo que haría cuando no fuese cuestión de palabras: llenó
la copa hasta los bordes, y la espuma que rebosó de modo incontenible por toda
la circunferencia de cristal era la pura nata de los héroes.» No de los héroes
de la traición, no: de los héroes a secas. A ver quién supera eso.
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