Prólogo
Nunca me ha gustado el sustantivo
«intelectual». De hecho, durante mucho tiempo me horrorizó ( o más bien me dio
risa) la mera idea de que alguien, algún día, pudiera llamarme así. Por aquel
entonces -hablo de finales de los años setenta y principios de los ochenta, cuando
yo apenas era un adolescente poseído por una secreta vocación literaria-, la figura del intelectual padecía
un desprestigio considerable; o al menos lo padecía para mí: en mi ingenuidad provinciana,
iconoclasta, sarcástica y un poco petulante, un intelectual venía a ser un
escritor que, en vez de tomarse en serio su trabajo, se tomaba en serio a sí
mismo, y que, en vez de conformarse con hablar de lo que sabía, hablaba de lo
que no sabía, y además lo hacía casi siempre con una autoridad grandilocuente
de púlpito y sotana, convertido -a menudo por interés personal o profesional, otras
veces por simple docilidad o postureo- en acrítica correa de transmisión de
consignas partidarias, o en propagador de ideas o ideologías desatinadas; en
definitiva: el intelectual como una mezcla insalubre de exhibicionista, de
trepa y de eso que en Italia se llama «tuttologo». La caricatura era injusta,
por supuesto; pero, si uno echa un vistazo a Pasado imperfecto -el libro en el que Tony Judt radiografió la frivolidad
e irresponsabilidad de los intelectuales franceses de la segunda posguerra
mundial, cuando París todavía era París-, se arriesga a llegar a la conclusión
deprimente de que quizá no lo era tanto. En todo caso, lo anterior explica en
parte que, con dieciocho años, yo no aspirara a ser Jean-Paul Sartre (ni siquiera
George Orwell), sino Borges o Kafka.
Claro que en aquella época yo no
sabía, o no quería saber, que, igual que hay escritores buenos y malos, hay
buenos y malos intelectuales (ni que Orwell fue de los buenos); tampoco
conocía, probablemente, el origen del sustantivo «intelectual», que solo
empieza a usarse en Europa a finales del siglo XIX
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