No callar, Javier Cercas, p. 367
Cómo es posible que la Guerra Civil terminara hace casi ochenta años y todavía tengamos que contener la emoción ante la tumba de Antonio Machado? Eso es lo que me pregunto en silencio cada vez que voy con mi familia al cementerio en que descansa el poeta, en Colliure, el pueblito francés situado a pocos kilómetros de la frontera española donde, huyendo de la victoria franquista, Machado encontró refugio y murió justo antes del fin de la guerra. La tumba se halla a la entrada del cementerio y está siempre cubierta de los ramos de flores de sus visitantes; yo nunca le llevo nada.
Al salir del cementerio me
adentro en el callejón Antonio Machado y veo al pasar junto a un patio una
pareja de ancianos. Pocos metros más allá desemboco en el hotel donde el poeta
se alojó durante sus últimas semanas de vida, con su hermano José y su madre,
que está enterrada con él. El hotel es un viejo caserón de tres plantas, con
balaustradas y escalinatas de piedra; en tiempos de Machado se llamaba Bougnol
Quintana; yo siempre lo he visto cerrado. Nos quedamos mirando la fachada y,
cuando llevamos un rato frente a ella, pido a mi familia que me espere y vuelvo
con los dos ancianos, que se acercan a mí en cuanto me ven a la entrada de su
patio. Son ingleses, se llaman Weaver, parecen encantados de atenderme. En
inglés, les pregunto si llevan muchos años viviendo allí; me contestan que no
viven allí, pero que pasan allí los veranos desde finales de los años ochenta.
Les pregunto si han oído hablar de Machado. «Claro», me contestan y, cuando les
digo de dónde soy, me preguntan: «iEs verdad que es el Shakespeare español?».
«No», contesto; me oigo añadir: «Pero es el mejor poeta español moderno». Luego
les pregunto si viene mucha gente a ver su tumba. «Mucha», asienten. Me cuentan
que al principio Machado y su madre estaban enterrados en una tumba humildísima
y luego los cambiaron a la actual, que el hotel lleva veinticinco años vacío,
que el Ayuntamiento intentó comprarlo sin éxito. Después les pregunto si han
oído contar historias del paso de Machado por Colliure. «Alguna», reconoce el
señor Weaver. Y me cuenta lo siguiente. Al parecer, los habituales del hotel
estaban muy intrigados porque nunca veían comer juntos a los hermanos Machado, y
algunos atribuyeron esa rareza a una inquina provocada por las amarguras del
exilio; hasta que un día descubrieron la verdad: los hermanos no tenían más que
un traje, y se lo turnaban para bajar al comedor. «Es solo una leyenda», sonríe
el señor Weaver. «Quizá no sea verdad.»
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