ARNE
El repentino pensamiento de que,
mientras la oscuridad caía sobre el mar, los chicos dormían en casa, detrás de
mí, era tan agradable y pacífico que cuando me llegó no lo dejé ir, sino que
intenté retenerlo y descubrir lo bueno que había en él.
Habíamos echado las redes unas
horas antes, así que las manos aún les olerían a sal, pensé. Como no les había dicho
nada al respecto, no se las habrían lavado. Les gustaba hacer la transición
entre el estado de vigilia y el sueño lo más breve posible; al menos solían
quitarse la ropa a toda prisa, meterse debajo del edredón y cerrar los ojos sin
apagar siquiera la luz, si yo no me entrometía con mis exigencias, como que se
cepillaran los dientes, se lavaran la cara y colocaran la ropa con cuidado en
la silla.
Esa noche no dije nada, y ellos
se deslizaron dentro de sus camas como una especie de animales tersos y
brillantes, de largos miembros.
Pero no era eso lo que resultaba
tan agradable al pensamiento. Era la idea de la oscuridad, que caía con
independencia de ellos.
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