Sí, ha puesto punto final a su sentencia, pero ¿significa eso que ya no tiene nada más que decir? No, ni mucho menos. Ahí lo tenemos, en el fresco esplendor de una mañana ventosa de abril, saliendo con paso firme al mundo como un hombre libre, más o menos. ¿De dónde ha sacado el estiloso atuendo? Debe de haber alguien que se preocupa por él, alguien que se haya preocupado. Observad el abrigo de piel de camello, elegante aunque pasado de moda, con el cinturón atado al desgaire en vez de abrochado, la chaqueta de tweed a medida y con doble abertura en la espalda, los zapatos lustrados, de cordones, el destello del oro en los puños de la camisa. Fijaos sobre todo en el sombrero alto de fieltro marrón oscuro, nuevo como el día e inclinado en un ángulo garboso sobre el ojo izquierdo. Lleva con soltura del asa un maletín, como de médico, baqueteado y arañado pero modestamente bueno. Ah, sí, es todo un caballero. El Señor era su sobrenombre, uno de ellos, allá dentro. Sobrenombre: qué acertado. Su nombre a la sombra. Las palabras son lo único que queda para mantener a raya la oscuridad. Porque esta mañana luminosa es mi brumoso crepúsculo.
¿Quién habla aquí? Yo, un
diosecillo, pues los dioses grandes se han largado.
De hecho, ha decidido cambiar de
nombre. A pocos engañará con esa artimaña; entonces, ¿por qué tomarse la molestia?
Veréis, es que se propone nada menos que llevar a cabo una transformación
total, y en semejante empresa el comienzo más radical consistía en borrar el
sello de fábrica, por así decirlo, y sustituirlo por otro de invención propia.
La idea de una identidad supuesta entusiasmó al pobre infeliz.
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