No callar, Javier Cercas, p. 71
Penúltima secuencia de la tercera
parte de El padrino, la película de Ford Coppola. La escena transcurre en
Sicilia. Los Corleone al completo acaban de asistir, en el Teatro Massimo de
Palermo, a una representación de Cavalleria rusticana en la que actúa Anthony,
el hijo de Michael; al terminar la ópera de Mascagni, mientras los espectadores
bajan las escalinatas del teatro, un sicario dispara contra Michael, pero es su
hija Mary quien recibe el proyectil destinado al capo mafioso; este, tumbado en
un escalón con el cadáver de su vástago en los brazos, lanza entonces el grito
más desgarrador de la historia del cine, un grito silencioso que se prolonga
durante segundos eternos hasta que por fin se convierte en un alarido inhumano
... ¿Cómo no compadecer a ese padre cuya hija acaban de asesinar por su culpa? ¿
Cómo no llorar con él, que ha vendido su alma al diablo para proteger a los
suyos y acaba de perder pese a ello lo que más ama? Y, sin embargo, sabemos que
Michael es un criminal sin entrañas, un monstruo capaz de asesinar a su propio
hermano ... Lo repito: ¿por qué nos fascinan tanto los criminales, gente como
Ricardo III, como Raskólnikov, como Michael Corleone? ¿por qué la ficción, sobre
todo la ficción -o el arte en general-, parece tan empeñada en acercárnoslos,
en mostrarnos sus aspectos seductores, en que nos solidaricemos o empaticemos
con ellos, en que los comprendamos? ¿No es un peligro que nos pongamos de su
parte y, a través de ellos, de la parte maldita que todos llevamos dentro?
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