Los seres felices, Marcos Giralt Torrente, p. 75
Hablamos mucho al principio.
Igual que buceamos en nuestros armarios para vestirnos o que se improvisan planes
para que parezca que somos personas de recursos, ocupamos el espacio con
cantidad de palabras, grandilocuentes o sentidas, graciosas o enigmáticas, con
las que tejemos una tupida red destinada a atrapar al otro. Apenas quieren
decir nada. Como las prendas que nos ponemos, o los lugares que por primera vez
visitamos fingiendo conocerlos de siempre, no son sino una representación. La
realidad no viene hasta después, cuando el triunfo es nuestro o, por el
contrario, fracasamos, y otra vez empezamos a vestirnos con las cuatro camisas
queridas, a ir a los mismos bares de siempre y a hablar sin que nos importe que
lo que digamos no guste o sea inconveniente. Y, sin embargo, no creemos engañar
a nadie en esos momentos porque la ficción que así construimos es tan propia de
nosotros como aquello a lo que sustituye. Puede, incluso, que más. Puede que la
ficción sea lo que habitamos a diario y no las imágenes que de nosotros
forjamos con el deseo.
No, por supuesto que yo no ahorré
ninguna de esas estrategias con Marta. Me cubrí de una apariencia mundana y
canalla, ingeniosa y despreocupada, y me propuse hacerle olvidar que antes de
mí existió algo y que después también lo habría. Me disfracé de lo que querría haber
sido y aparenté una soltura, un tesón y una ambición que no eran mías. La llevé
de aquí para allá, le enseñé lo que sabía y lo que sólo sospechaba. Durante los
primeros tiempos, no hicimos otra cosa que estar juntos. Salíamos todas las
noches, veíamos películas, cenábamos en restaurantes, y por la mañana, si era
imprescindible, íbamos a la universidad o, si no, prolongábamos el sueño. A
veces, por la tarde, cuando no seguíamos en la cama mirándonos a los ojos y
durmiendo a ratos hasta el anochecer, íbamos a pasear y entrábamos en exposiciones o robábamos libros que no
teníamos tiempo de leer.