El fin del fin de la tierra, Franzen, p. 42
El cuatro de julio al atardecer,
cuando Morningside Heights empezaba a sonar como Beirut en tiempos de guerra, V
y yo nos fuimos a East End Avenue a contemplar el espectáculo oficial de fuegos
artificiales desde el piso de la familia de nuestra amiga Lisa Albert. Me quedé
asombrado al ver que el ascensor se abría directamente en el recibidor del
piso. El cocinero de la familia me preguntó si me apetecía un sándwich y le
dije que sí, por favor. Jamás había imaginado que existieran pisos como el
suyo, o que persona apenas cinco años mayor que yo, Greg Heisler, pudiera tener
a su dísposición todo un equipo de asistentes. También tenía una esbelta esposa
australiana, Pru, cuya belleza quitaba el aliento. Pru solía llevar unos
vestidos de verano blancos y ligeros que me hacían pensar en Daisy Buchanan.
La línea que dividía a los
ciudadanos según su riqueza no era del todo distinta a cualquier otra línea
divisoria, pero como no era puramente geográfica a mí me costaba menos
cruzarla. Bajo el hechizo de mi educación en una universidad de élite, yo
vaticinaba el derrocamiento de la economía política del capitalismo en un
futuro cercano por medio de la aplicación de la teoría literaria, pero mientras
tanto mi formación me permitía sentirme cómodo en el lado que correspondía a
los ricos. En un restaurante formal de la zona media de la ciudad, adonde nos
llevó a comer un día la abuela de V, que estaba de paso, me dieron un blazer
azul que iba a juego con mis vaqueros y eso fue todo lo que necesité para
cruzar.
Como era demasiado idealista para
desear más dinero del que necesitaba para la subsistencia y demasiado arrogante
para envidiar a Heisler, para mí los ricos representaban sobre todo una
curiosidad interesante por la notoriedad tanto de sus despilfarros como de sus
ahorros. Cuando V y yo visitamos a sus otros abuelos en la casa de campo que
tenían fuera de la ciudad, me enseñaron sus cuadritos de Renoir y Cézanne en la
sala de estar y nos ofrecieron galletas rancias compradas en el colmado. En Tavern
on the Green, adonde nos llevaron a cenar los suegros de mi hermano Bob, una
pareja de psicoanalistas que tenían un piso más o menos del mismo tamaño que el
de Albert, me asombró descubrir que si querías verduras con filete tenías que pagarlas aparte. El dinero
no parecía un problema para el suegro de Bob, pero nos dimos cuenta de que su
esposa llevaba un zapato sujeto con cinta aislante. También a Heisler le
encantaban los grandes gestos, como pagarle el billete de avión desde Chicago a
la prometida de Tom para que pasara el fin de semana en Nueva York; en cambio,
le dio apenas 12.500 dólares por la reconversión del Ioft, aproximadamente una
octava parte de lo que le habría costado con cualquier contratista de Nueva
York.
Imagen de John Singer Sargent