Carla oyó el coche antes de que
coronara la ligera pendiente que en estos alrededores llaman colina. Es ella,
pensó. Mrs. Jamieson -Sylvia- volvía de sus vacaciones en Grecia. Desde la
puerta del establo -pero lo suficientemente oculta para no ser vista de
inmediato- contemplaba el camino que debía recorrer Mrs. Jamieson. Su casa estaba
ochocientos metros más allá de la de Carla y Clark.
Si hubiera sido alguien dispuesto
a doblar para llegar a su puerta ya tendría que haber reducido la velocidad.
Aun así Carla tenía la esperanza de que no fuera ella.
Lo era. Mrs. Jamieson volvió la
cabeza por un instante –tenía que concentrarse en conducir el coche a través de
las zanjas y los charcos dejados por la lluvia en la grava-, pero no levantó la
mano del volante para saludar, no había distinguido a Carla. Carla vio de refilón
el brazo bronceado desnudo hasta el hombro, el pelo de un color ligeramente más
desteñido que antes -ahora más blanco que rubio plateado-, la expresión
decidida, impaciente y divertida ante su misma impaciencia: precisamente como
era de esperar que pareciera Mrs. Jamieson mientras sorteaba semejante camino.
Cuando volvió la cabeza hubo algo parecido a un rutilante fogonazo -inquisidor,
esperanzado-, que hizo retroceder a Carla.
Así fue.
Tal vez Clark no se hubiera
enterado aún. Si estaba sentado ante el ordenador, daría la espalda a la
ventana y al camino.
Pero Mrs. Jamieson quizá tuviera
que hacer otro viaje. Al volver del aeropuerto a casa podría no haberse
detenido para comprar víveres ... , mas quizá lo haría cuando comprobara qué
necesitaba.
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