Un final para Walter Benjamin, Alex Chico, p. 76
Qué diremos de los campos de
concentración construidos para encerrar a los refugiados españoles que huían de
la guerra. Dónde conseguiremos situar el punto exacto que nos indíque el lugar
de la barbarie. Un ejemplo es Argeles-sur-Mer, una de las poblaciones costeras
del sur de Francia. Si no fuera por una pequeña placa informativa a la entrada
de la playa, nada nos haría pensar que allí se construyó uno de los campos de
concentración al que destinaron a un buen número de refugiados españoles, donde
malvivieron entre alambres de espino, custodiados por tropas coloniales,
senegaleses y marroquíes, y algunos gendarmes. Sin barracas, ni letrinas, ni
enfermería, ni cocina, ni electricidad, los presos tuvieron que hacer frente a
la dísentería, el tifus o la sarna. Muchos murieron ante la proliferación de
enfermedades y epidemias, víctimas del frío, la humedad y el hambre. Así lo
describe Robert Capa, cuando lo visitó en marzo de 1939: Un infierno sobre la
arena: los hombres allí sobreviven bajo tiendas de fortuna y chozas de paja que
ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento. Para coronar todo
ello, no hay agua potable, sino el agua salobre extraída de agujeros cavados en
la arena. Más allá de la escasez de alimentos, de los piojos y pulgas, muchos
de aquellos expatriados recuerdan principalmente tres cosas: la arena fina que
se colaba por todas partes, los alambres de espino y, sobre todo, el
menosprecio que infligian las tropas encargadas de sitiarles en las playas de Argeles.
Al sufrimiento físico habría que añadirle el sufrimiento moral. El
comportamiento que adoptaron los
soldados franceses fue humillante, privando a todos los refugiados de cualquier
derecho reconocido por la comunidad internacional. Como escribió Agustí Bartra en
su poema "La ciudad de la derrota", haber sido vencidos no era
suficiente.
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