Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 221
Solo renunciando a todo podía
hacerse invulnerable al chantaje de que le quitaran algo. En vez del
sometimiento manso o cínico o de una resistencia activa que habría equivalído a
una inmediata inmolación, Tichy eligió o encontró la desobediencia radical de
quedarse al margen, de no necesitar nada para no tener que pedir nada, el
naufragio y la isla desierta en su propia ciudad provinciana y atemorizada, una
soledad de ermitaño en una choza que era su propia casa y en un desierto que
era el de su país, tiranizado por la policía secreta y la burocracia comunista.
Como no tenía nada no podían quitarle nada. Renunciando a la pintura se había
ahorrado la necesidad de comprar materiales, de planear exposiciones, de
encontrar galerías. No podían prohibirle ni negarle lo que no solicitaba. No lo
podían amenazar con la expulsión del trabajo porque no trabajaba. No podían
depurarlo de ninguna organización porque no pertenecía a ninguna. No le podían
arruinar su carrera de artista porque desde muy joven se había desentendido de
intentarla. Sería inútil que se empeñaran en callarlo porque él había decidido
mucho antes quedarse en silencio; o que le prohibieran hacer algo, porque se
pasaba la vida sin hacer nada, andando por ahí, rascándose al sol en los parques
cuando llegaba el buen tiempo. No podían condenarlo al ostracismo porque él se
había adelantado a abrazarlo. No tenía miedo a la marginación forzosa porque llevaba
muchos años perfeccionando su propia marginalidad. Habría podido decir algo
parecido a lo que dijo Borges al estudiante activista que lo amenazaba con
apagar la luz del aula si no suspendía la clase y se unía a una huelga: “Adelante,
apague. Tomé la precaución de ser ciego”.
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