Walter Benjamin llevaba consigo
una especie de portafolios negro de piel en su huída hacia España por los
Pirineos, y no se separaba nunca de él. Esa cartera o portafolios lo hacía aún
más extravagante, por aquellos senderos agrestes de pastores y contrabandistas,
con sus gafas, su corbata, su aire imposible de ciudad, con aquel calor
exagerado que hacía, aunque era finales de septiembre. Tenía el corazón enfermo
y los pulmones débiles de un fumador. Apretaba la cartera y decía que lo que
guardaba en ella era más importante para él que su propia vida. Guardaría sin
la menor duda los documentos que parecía que iban a salvarle la vida: el visado
de entrada en Estados Unidos, el de tránsito por España, el de Portugal. Se
paraba para recobrar el aliento y se limpiaba el sudor de la cara con un
pañuelo y los otros fugitivos con los que viajaba iban dejándolo atrás y tenían
que parar para esperarlo, temiendo siempre que los gendarmes franceses los
atraparan. La maleta, la cartera, el portafolios, parece que seguía en el
cuarto donde se alojó en Portbou, en la pensión Francia. Consta en el registro
de las cosas que dejó, pero nadie la encontró nunca. En alguna parte se habría
quedado la mascarilla antigás que llevaba consigo cuando salió huyendo de
París, la víspera de la entrada de los alemanes. Tampoco el reloj de bolsillo
que llevaba ,i;onsigo, la cadena colgándole anticuadamente de la solapa, heredado
de su abuelo, la única reliquia que le quedaba de su vida burguesa en Berlín.
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