La homilía del ratón, Sánchez Ferlosio, p. 123
EL MITO DE LA ENVIDIA
20 DE JUNIO DE 1980
ME PRODUCE SONROJO mencionar
ciertas vulgaridades, pero me aguantaré. Este tópico tan difundido y cargante
de que la envidia es el vicio o pecado nacional no es sólo barato, sino también
completamente falso. Sin embargo, la gran cantidad de veces que, para castigo
de mis pobres oídos, he tenido que oírlo, me da idea del elevado número de
españoles que rechazará esta refutación tan taxativa. Su experiencia estará tan
sincera y convencidamente llena de casos evidentes que tal vez atribuyan mi
insólita opinión a ganas de incordiar. Pero yo no voy a indicar más que una cosa:
el multitudinario coro de los que se dispondrían a rebatirme, asegurando que hay envidiosos sin fin, está
exclusivamente compuesto de puros envidiados; no hay un solo envidioso ni por
casualidad. La alegación de que eso es porque los envidiosos callan por
vergüenza no puedo, naturalmente, destruirla, pero sí puedo objetar que si el
silencio no es prueba cierta de que no los haya, tampoco la vergüenza puede
serlo, a su vez, de que los haya. Juzgue, pues, cada cual por su experiencia;
en lamia yo no hallo, en verdad, más que envidiados; a docenas, a cientos, en
cada esquina, en cada matorral, lo mismo que conejos, pero juro que ni un solo envidioso.
Y si acaso alguna vez he podido llegar ocasionalmente
a sospechar en alguien un sentimiento de envidia hacia un tercero, el dato es, desde
luego, infinitamente insuficiente para justificar la inmensa pléyade de
envidiados que sin callar un solo instante entona el indecente salmo de sus
lamentaciones. Y solamente a partir del indirecto testimonio de los envidiados
y enteramente en contra de los datos directos de mi propia experiencia personal
¿sería prudente en mí, o siquiera honrado, convalidar el tópico, por lo demás
tan idiota y sonrojan te, de que la envidia es el pecado nacional? Pues no,
sino que lo niego, y además sé lo que pasa de verdad: los envidiosos de España
no son más que un mito, una fantasía de los envidiados; de modo que la envidia
no es en absoluto el pecado nacional. O, mejor dicho, en cierta manera puede
decirse que sigue siéndolo, porque si hay envidiados, aun no habiendo
envidiosos, es forzoso admitir que de algún modo sigue habiendo envidia: la que
ellos padecen como víctimas o reciben como destinatarios; no envidia emitida,
sino recibida; no envidia como acción de un envidiante, sino envidia como
pasión de un envidiado. Un envidiado carente de envidioso y no necesitado de
él, un envidiado autóctono, autosuficiente, stripsista, onanista,
masturbatorio, partenogenético. En una palabra, parece ser que el envidiado
mismo, el paciente de la envidia, sin necesidad e agente, de envidioso,
consigue autárquicamente producirla, como en economía de consumo, y, por tanto,
ya en la forma pasiva, receptiva, en que él mismo como destinatario, como paciente
de la envidia, precisa recibirla y consumirla. El envidioso no es, así pues,
sino una proyección virtual, un contrapunto imaginario, secundariamente inducido,
por efecto de resonancia metonímica del propio mecanismo.
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