Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 256
En De Quincey y en Poe reconoce
la fraternidad de los caminantes por la ciudad, la de los escritores
calamitosos que han de malvender y hasta degradar sus talentos para ganarse la
vida; la fraternidad de los adictos al opio. En Berlín, Walter Benjamin traduce
a Baudelaire y como no logra encontrar una plaza de profesor y ha perdido, por
culpa de la inflación y las convulsiones de los primeros años veinte, la
seguridad burguesa en la que nació, se ve obligado también a escribir para los
periódicos. El porvenir de las obras que estos hombres escriben es tan errante
e incierto como sus propias vidas: artículos dispersos por las publicaciones
más improbables, en periódicos que tuvieron una existencia tan fugaz o tan
oscura que se perdieron todos sus ejemplares; artículos entregados o enviados
que quedaron inéditos por la quiebra del periódico en el que iban a aparecer.
Baudelaire murió sin ver reunidos en el libro que soñaba sus poemas en prosa.
Walter Benjamin proyectaba estudios formidables para los que nunca tuvo sosiego
ni tiempo, porque había que escribir artículos para comer cada día y pagar el
alquiler, porque cambiaba de domicilio, de ciudad y país, y no tenía manera de
agrupar todos sus papeles, de ordenar y completar lo que ya existía con una
integridad deslumbradora en su cabeza.
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