Escapada, Alice Munro, p. 145
Era necesario hacer un
certificado de defunción, de modo que telefonearon al médico de Powell River,
que iba una vez por semana a Whale Bay. Él dio a Ailo -que todas las semanas le
servía de asistente- y a una enfermera
licenciada la autorización para hacerlo.
En la playa había muchos maderos
a la deriva, muchas cortezas de árboles cubiertas de sal marina, con las que se
hacen soberbias hogueras. En un par de horas todo estuvo listo. Corrió la
noticia ... A pesar del poco tiempo disponible empezaron a llegar mujeres con comida.
Fue Ailo quien se hizo cargo de todo: su sangre escandinava, su porte erguido y
el pelo blanco suelto parecían ajustarse con naturalidad al papel de Viuda del
Mar. Los chiquillos corrían alrededor de los leños y eran ahuyentados de la
creciente pira, del sudario que envolvía el bulto sorprendentemente reducido,
que había sido Eric. Las mujeres de una de las Iglesias proporcionaron un gran recipiente
de café en esa ceremonia semipagana y, para cuando llegara el momento, en los baúles de los
coches y en las cabinas de los camiones dispusieron a discreción cajones de
cerveza y botellas de bebidas de todo tipo.
Surgió la cuestión de quién
hablaría y de quién encendería la pira. Le preguntaron a Juliet, ¿lo haría
ella? Y Juliet -tensa y afanada sirviendo jarros de café- dijo que sería un
error porque, como viuda, se suponía que debía arrojarse a las llamas. La
verdad es que se rió cuando lo dijo y quienes lo preguntaron se echaron atrás,
temerosos de que le diera un ataque de histeria. El hombre que más a menudo
compartía la barca con Erica aceptó encender la hoguera, pero dijo no ser
orador. Varios pensaron que de cualquier modo no habría sido una buena
elección, puesto que su mujer pertenecía a la Iglesia Anglicana y él podría
haberse sentido obligado a decir cosas que habrían disgustado a Eric si hubiera
podido oírlas. Entonces se ofreció el marido de Ailo: un hombrecito desfigurado
años atrás por un incendio a bordo. Era un socialista recalcitrante y ateo. En
su discurso se perdió bastante en la trayectoria de Eric, salvo cuando lo
proclamó Hermano de Lucha. Se explayó de modo sorprendente, cosa que luego se
atribuyó a la vida reprimida que llevaba bajo la férula de Ailo. Puede haber
habido cierta inquietud entre la muchedumbre antes de que terminara su retahíla
de quejas por las injusticias, cierta sensación de que la ceremonia se estaba convirtiendo
en algo no tan dramático, solemne ni desgarrador como era de esperar. Pero
cuando el fuego empezó a arder se desvaneció esa sensación, se produjo un
silencio reverencial, incluso -o especialmente- entre los niños, hasta el
momento en que uno de los hombres gritó: “¡Sacad a los críos de aquí!”. Fue
cuando el fuego alcanzó el cuerpo, haciendo que la gente tomara conciencia -aunque
fuera un poco tarde- de que, en el instante en que las llamas devoraran la
grasa, el corazón, los riñones y el hígado podrían producirse estampidos o
ruidos chisporroteantes, que pondrían los pelos de punta. Una buena cantidad de
chiquillos fueron sacados en volandas del lugar por las madres, algunos de
buena gana, otros consternados. De modo que el acto final de la incineración
fue casi una ceremonia masculina y ligeramente escandalosa aunque, en este caso,
lícita.
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