Un andar solitario entre la gente, A Muñoz Molina, p. 71
De niño experimentaba con mucha
frecuencia plenitudes secretas. Pasaba mucho tiempo solo y la soledad no me
entristecía ni me pesaba nunca. Vivía en un tiempo fuera del tiempo en el que
las horas no contaban. Su duración desaparecía en la entrega perfecta a lo que
estuviera haciendo. Jugar o leer, escuchar la radio, mirar el fuego en la
cocina, ir de una casa a otra de mi familia imaginando que galopaba, ir al cine
de verano. Me gustaban las películas que llamaban de romanos, en las que había
peleas de gladiadores y cabalgatas y batallas, y también mujeres con escotes y
túnicas que se abrían por el costado revelando largos muslos y pies calzados
con sandalias. Volvía de la escuela por la tarde y me regocijaba íntimamente
pensando en el tebeo recién comprado que leería y miraría en cuanto llegara a
casa, un tesoro intacto esperándome· Escuchaba en la radio canciones populares
que me estremecían por dentro con algo que yo no sabía lo que era, un tono de
voz, el quiebro en una melodía, aunque no entendiera casi nunca el sentido de
las letras, coplas de amores y de celos.
A tu vera siempre a la verita
tuya hasta el día en que me muera.
Aguardaba desde el principio de
la canción a que llegara ese momento justo, la efusión emocional que nunca
fallaba. No decía nada de eso a nadie. No por timidez o por reserva sino porque
no sabía que esas emociones pudieran expresarse en palabras o necesitaran compartirse.
No tenía la menor necesidad. Mi padre y mi madre eran presencias protectoras y
benévolas que casi siempre habitaban en otro mundo exclusivamente suyo, como yo
habitaba en el mío, o un gato en su mundo de gatos. Coleccionaba cromos a todo
color del álbum de la película Los diez mandamientos. Eran cromos rectangulares
de superficie satinada y en tecnicolor que venían en sobres y que había que
pegar cuidadosamente en el rectángulo que les correspondiera en el álbum. Las
manos infantiles se complacían en el tacto del papel igual que el olfato en el
olor de las tintas y en el del pegamento, con su efecto narcótico. Como no
tenía figuras de Nacimiento las dibujaba sobre cartulina y luego las recortaba
y las pegaba sobre una base de cartón. De noche, en la oscuridad, antes de
dormirme, recapitulaba argumentos de películas que hubiera visto o inventaba
historias muy elaboradas que no conté nunca a nadie.
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