Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ANTIGUAMENTE

Un andar solitario entre la gente, A Muñoz Molina, p. 71
De niño experimentaba con mucha frecuencia plenitudes secretas. Pasaba mucho tiempo solo y la soledad no me entristecía ni me pesaba nunca. Vivía en un tiempo fuera del tiempo en el que las horas no contaban. Su duración desaparecía en la entrega perfecta a lo que estuviera haciendo. Jugar o leer, escuchar la radio, mirar el fuego en la cocina, ir de una casa a otra de mi familia imaginando que galopaba, ir al cine de verano. Me gustaban las películas que llamaban de romanos, en las que había peleas de gladiadores y cabalgatas y batallas, y también mujeres con escotes y túnicas que se abrían por el costado revelando largos muslos y pies calzados con sandalias. Volvía de la escuela por la tarde y me regocijaba íntimamente pensando en el tebeo recién comprado que leería y miraría en cuanto llegara a casa, un tesoro intacto esperándome· Escuchaba en la radio canciones populares que me estremecían por dentro con algo que yo no sabía lo que era, un tono de voz, el quiebro en una melodía, aunque no entendiera casi nunca el sentido de las letras, coplas de amores y de celos.
A tu vera siempre a la verita tuya hasta el día en que me muera.

Aguardaba desde el principio de la canción a que llegara ese momento justo, la efusión emocional que nunca fallaba. No decía nada de eso a nadie. No por timidez o por reserva sino porque no sabía que esas emociones pudieran expresarse en palabras o necesitaran compartirse. No tenía la menor necesidad. Mi padre y mi madre eran presencias protectoras y benévolas que casi siempre habitaban en otro mundo exclusivamente suyo, como yo habitaba en el mío, o un gato en su mundo de gatos. Coleccionaba cromos a todo color del álbum de la película Los diez mandamientos. Eran cromos rectangulares de superficie satinada y en tecnicolor que venían en sobres y que había que pegar cuidadosamente en el rectángulo que les correspondiera en el álbum. Las manos infantiles se complacían en el tacto del papel igual que el olfato en el olor de las tintas y en el del pegamento, con su efecto narcótico. Como no tenía figuras de Nacimiento las dibujaba sobre cartulina y luego las recortaba y las pegaba sobre una base de cartón. De noche, en la oscuridad, antes de dormirme, recapitulaba argumentos de películas que hubiera visto o inventaba historias muy elaboradas que no conté nunca a nadie. 

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