El tren avanzaba impetuosamente,
con ritmo furioso y entrecortado. Tenía que detenerse, cada vez con mayor
frecuencia, en estaciones de poca monta donde permanecía unos momentos
esperando con impaciencia la señal para volver a embestir la pradera. Pero su avance
apenas se notaba. Diríase que la pradera ondulaba solamente, como una inmensa
manta, rosada y ocre, que alguien estuviese sacudiendo. Cuanto más rápido iba
el tren, más vivaces y burlonas eran las ondulaciones.
Guy desvió la mirada de la
ventanilla y se retrepó en el asiento. «Miriam daría largas al divorcio en el
mejor de los casos -pensó-. Tal vez ni siquiera deseaba divorciarse, sólo
dinero. ¿Llegaría realmente a concederle el divorcio alguna vez?»
Se dio cuenta de que el odio
empezaba a paralizar sus pensamientos, a convertir en simples callejones sin
salida los caminos que su sentido de la lógica le había hecho ver en Nueva
York. Podía sentir la presencia de Miriam más allá, ya no muy lejos ahora, sonrosado
y pecoso el rostro, irradiando una especie de calor malsano como el de la
pradera al otro lado de la ventanilla.
Hosca y cruel.
Automáticamente alargó la mano para coger un cigarrillo y, por
décima vez, recordó que estaba prohibido fumar en los coches Pullman. Lo cogió,
de todos modos, y lo golpeó ligeramente dos veces contra la esfera del reloj,
consultando la hora al mismo tiempo: eran las 5.12.
«Cualquiera diría que la hora
importaba algo hoy» -pensó.
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