Imposturas, John Banville, p. 22
Me levanté del sofá y regresé al
dormitorio, donde me sobresaltó descubrir que ya había hecho una maleta. Debí
de hacerla a primera hora de la mañana, cuando estaba borracho. No me acordaba.
Recordé haber llamado a la compañía aérea, y mi sorpresa ante el hecho de que
no me respondiera una máquina, sino una voz humana totalmente despierta y
jovial hasta lo irritante -no puedo adaptarme a la creciente diurnidad del mundo-,
pero después de eso sólo me venía el vacío borroso y un tanto zumbante del
sueño ebrio. A lo mejor no era sólo el bourbon, me dije; a lo mejor es que se
me iba la cabeza. ¿Cómo podía detectarse la intrusión de la senilidad, cuando
lo que ataca es la propia facultad de detectar algo? ¿Habría intervalos en los
que la cosa remitiría, destellos de terrible claridad en medio del farfullar
sin sentido, momentos de tembloroso reconocimiento ante el espejo, en los que
contemplarías con unos ojos llenos de horror la pechera de la camisa babeada,
la bragueta manchada de meado? Probablemente no; probablemente entraría en la
senilidad sin darme cuenta de nada. La aparición de la extrema vejez, tal como
yo la experimento, es un proceso gradual de acumulación, como cuando se posa
lentamente algo suave y gris, como el polvo de una casa desatendida, bajo el
cual se vuelven borrosos los perfiles antaño nítidos de mi ser. También existe
un proceso opuesto, mediante el cual las cosas se vuelven rígidas e
inamovibles: mis heces se convierten en lingotes de hierro caliente, mis
articulaciones se secan hasta chirriar una con otra como piedra pómez, dejando
mis uñas de los pies duras como un asta. Las cosas del mundo, los objetos
supuestamente inanimados, se unen en una conspiración contra mí. Dejo las cosas
donde no toca, las pierdo: mis gafas, el libro que estaba leyendo hace un
momento, la cajita de plata para las pastillas de mamá Vander -aquí está de
nuevo ese bibelot- que conservé como talismán durante más de medio siglo pero
que ahora parece haber desaparecido, extraviada en una grieta del tiempo. Caen
sobre mí los objetos de las estanterías superiores, los muebles se plantan en
mi camino. Me corto repetidamente, con la navaja de afeitar, el cuchillo de la fruta,
las tijeras; al menos una vez por semana acabo encorvado sobre el lavamanos,
quitándole el envoltorio con los dientes a una tirita mientras la sangre de un
dedo cortado gotea con estremecedora vulgaridad sobre la porcelana. ¿No son
estos contratiempos de un orden diferente de los anteriores?
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