Tiempo de tormentas, Boris Izaguirre, p. 327
Empezaron a desfilar por mi
cabeza tantas imágenes de Jackie que había estado revisando y escogiendo para
el segmento en el programa de la Guerrero. Su llegada a Sevilla, donde la
recibió la duquesa de Alba, el viento sacudiendo el pelo de la duquesa mientras
que el de Jackie se quedaba inmóvil, en su sitio, tieso. Su aparición,
espectacular con mantilla negra en el baile de debutantes al que había sido
invitada en la casa de los Medinaceli y con Grace Kelly ligeramente
inferiorizada a su lado. Vestida de corto, de nuevo junto a la duquesa, en la
Feria de Abril. Al ver esas imágenes en la transmisión del programa, con la
Guerrero emitiendo mis palabras, sentí un orgullo no personal sino patrio. Esa
presencia de Jackie en España le descubría al país que había tenido un
contacto, un momento de importancia en esa historia. Pese a que sucediera en
los años de la dictadura, poseía el brillo de algo que traduce una cima, una
conquista. La constatación de que el orgullo patrio también pasa por el chic,
el glamour. Y sentía que había descubierto ese trozo de historia a muchos españoles
gracias a la televisión, a la Guerrero, pero también gracias a que yo lo sabía
y conocía cómo rescatarlo.
Chacon entró en el despacho a
comprobar que habían pasado los veinte minutos permitidos y me encontró
contemplándome en su espejo. No me detuve, seguí pensando, viendo cómo Jackie
aliado de la duquesa se llevaba una mano al cuello mientras hablaba con un
caballero y sonreía algún comentario de Grace, pese a que no se llevaban para
nada bien. Entonces, Jackie apareció en mi rostro. No me asusté, simplemente
sentí que una de esas imágenes que navegaban en mi cabeza había hecho die y yo
al fin era ella. Pero no quería serlo fisicamente sino algo más. Casi lo pedí
sin mover mis labios: que de todo lo que Jackie podía darme fueran su
inteligencia y su inflexible voluntad, lo que entrara en mí a través del espejo
en forma de corazón negro.
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