Memorias, Balthus, p. 210
La luz, inalcanzable, tiránica
con el pintor y siempre anhelada, porque irradia el rostro, lo vuelve sublime,
cuerpo celestial. A lo largo de mi trabajo he ido en pos del misterio de la
luz; en el patio de Rohan desde la ventana de mi estudio, o en la cara de
Colette, por ejemplo; lo he encontrado tal como yo quería y tal como se
revelaba, toda ella luz, corazón que irradia luz. Es un retrato que nos
custodia todos los días a la condesa y a mí, algo que va más allá del trabajo
del pintor, que se ha hecho sin saberlo, que se ha situado ahí de un modo
misterioso. En 1993 la condesa volvió a comprar Colette de perfil, que yo había
pintado en 1954. Colette era la hija del albañil que trabajaba para mí en
Chassy. El cuadro está ya en nuestro salón, y ya no va a salir de ahí. Es uno
de los pocos cuadros que la condesa ha vuelto a comprar, pero nos resulta muy
tutelar. Una forma de luz interior, espiritual, luz de ángeles, diríamos, está
atrapada en él e irradia como una custodia a la hora del café, del té, de la
siesta, de las apacibles conversaciones entre amigos o en familia. Quizá sea la
clave del trabajo del pintor: alcanzar esa luz, tan difícil de descubrir, que
exige la más violenta concentración. Siempre he procurado entender algo de esa
luz, retener su energía, saber cómo sustenta todas las cosas, cómo podemos
mantenerla viva. Lo que tienes que pintar es el aire que lo sostiene todo,
invisible y vibrante, tienes que captarlo para que el cuadro sea, sencillamente
sea. El aire y su luz pesan en todas partes con su peso invisible, de perfil o
de frente. Unas veces es el retrato de Derain, otras el vuelo febril, inseguro
y patético de la falena en el cuadro del mismo nombre. Ellos, el aire y la luz
reverberada, son los que hacen el cuadro, y en realidad son su asunto
principal. ..
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