La famila de mi padre, Lolita Bosch, p. 223
Mi padre no vio esto: el martes
11 de septiembre de 2001 dos aviones comerciales, con ochenta y siete personas
a bordo, entre pasajeros y miembros de la tripulación, se estrellaron, con diecisiete
minutos de diferencia y menos de una hora después de haber despegado, contra
las Torres Gemelas de Nueva York. Los vuelos habían salido después de las ocho
de la mañana de Boston Legan y se dírigían al aeropuerto internacional de Los
Ángeles cuando cada uno de ellos fue secuestrado por cinco terroristas de Al
Qaeda que los impactaron contra las Torres Gemelas, contra Manhattan. Así:
Con 17 minutos de diferencia. Provocando
la caída, la desaparición, el estrépito y el miedo. Cambiando el mundo. Cuando
cayó:
La altura de 8 campos de fútbol
gigantes, uno aliado del otro.
El peso de 166 submarinos
nucleares.
El hormigón de un túnel entre 10
paradas de metro.
Las ventanas de 43.600 cuartos.
Los 239 ascensores con espacio
para 55 personas cada uno.
71 escaleras automáticas con un
número infinito de peldaños.
93.000 m2 de oficinas para 50.000
trabajadores:
2 veces la población de Sitges,
20 la de Mercada!.
885 habitaciones y 1.000
huéspedes del Hotel Marriott: el primero del sur de Manhattan.
47 pisos del WT7.
Dos edificios más del WTC: de 7 a
9 plantas cada uno.
Y también, de afuera, la iglesia
ortodoxa griega de San Nicolás.
Casi 3.000 muertos.
6 veces mi pueblo de Albons.
3.000 muertos en el tiempo en que
tardaron las Torres Gemelas en evaporarse: dos horas.
Dos horas y el estrépito final,
definitivo, desesperado. Angustiante. Un eco que perdura y que ha modificado
nuestra manera de mirarlo todo. Un momento detenido que nos ha hecho a todos
más temerosos. A veces, infinitamente más irracionales. Como nos pareció
irracional, entonces, pensar que éramos capaces de entender la desesperación de
algunas de las personas que se habían quedado encerradas en el edificio y
saltaron por las ventanas al vacío. Sin posibilidad de salvación. Mientras
todos nosotros los veíamos y veíamos también el rostro lleno de polvo de una
mujer negra tratando de abandonar el corazón sangrante de Manhattan.
Sus esencias. Sus muertes.
Aquella mañana yo estaba en la
Casa del Escritor Refugiado de la Ciudad de México
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