Al principio era una forma. O ni
siquiera eso. Un peso, un peso extra; un lastre. Lo sentí el primer día, en medio del campo. Era como si alguien se
hubiera puesto a caminar en silencio a mi lado, o mejor dicho, dentro de mí,
alguien que era otra persona, aunque me resultara familiar. Estaba acostumbrado
a representar personajes, pero aquello ... , aquello era distinto. Me detuve,
atónito, azotado por ese frío infernal que he llegado a conocer tan bien, ese
frío paradisíaco. Entonces el aire pareció adensarse levemente, una momentánea
oclusión de la luz, como si algo se hubiera interpuesto ante el sol, un
muchacho con alas, quizás, un ángel caído. Era abril: pájaros y maleza, el destello
plateado de la lluvia, el cielo inmenso, las nubes glaciales en su inmenso
avance. Imaginadme allí, alguien que ve fantasmas, a mis cincuenta años,
asaltado de pronto en medio del mundo. Estaba asustado, y ya podía estarlo. Imaginaba
aquellos pesares; aquellas euforias.
Volví la cabeza y contemplé la
casa, y vi una forma que resultó ser mi mujer, de pie junto a la ventana de lo
que antaño fue el dormitorio de mi madre. Estaba inmóvil, miraba en dirección a
donde yo estaba, aunque no a mí directamente. ¿Qué veía? ¿Qué estaba viendo?
Por un momento me sentí poca cosa, un accidente en aquella mirada, como si me
dieran, por así decir, un golpe de refilón o me lanzaran un beso despectivo. La
luz del día que se reflejaba en el cristal hacía que la imagen de la ventana
titilara y se moviera; ¿era ella o solo una sombra con forma de mujer?
No hay comentarios:
Publicar un comentario