Impón tu suerte, Vila-Matas, p. 123
O'Brien fue funcionario público,
novelista de vanguardia conocido por un minúsculo conjunto de seguidores y columnista
satírico (muy famoso en esta faceta). Quizás lo más divertido que de él se
pueda leer sea Crónica de Dalkey, donde vamos de sorpresa en sorpresa y, aparte
de que Joyce sigue vivo y trabaja de camarero y detesta Ulises, corremos el
riesgo de acabar sintiéndonos demasiado alegres, algo que hoy día está muy mal
visto. La falta de humor nos pierde. Eso mismo escribí hace 30 años, la última vez
que hablé de O'Brien. Eso dije y luego ya nada añadí más, nada hasta hoy, que
rompo el mutismo porque no me parece bien seguir callando después de que
Nórdica haya traducido todas las obras de este escritor. La última en aparecer
ha sido la desternillante La saga del de
Slattery, novela sobre las patatas y el petróleo,
en muy buena versión de Antonio Rivera Taravillo.
Las proezas de estas editoriales
independientes apenas son noticia. El ruido mediático prefiere ocuparse de la
muerte del libro (de la que algunas luminarias parecen haberse alegrado antes
de tiempo) y del avance del libro digital (en realidad tan menguante que están
haciendo el ridículo los profetas de las nuevas tecnologías), pero no presta
atención a la batalla de ciertas librerías y editoriales en su lucha por evitar
la incultura que se nos va cayendo encima. A ese vacío cultural nos llevan,
entre otros, algunos editores manejados por directivos que extraen peregrinas teorías
de lo que los lectores quieren consumir (ver el artículo de Malcolm Otero
Barral en Letras libres de este febrero) y deciden, por ejemplo, que ahora toca
leer thrillers lapones porque pueden parecer suecos. “A Kafka no le publicarían
hoy en día”, acaba de decir el histórico editor André Schiffrin en Le Nouvel
Observateur. A tanta calamidad habría que añadir que quienes propagan que se ha
perdido la paciencia para la lectura pausada e inteligente son solo en realidad
unos conocidos zoquetes que nunca leyeron nada.
Oí contar a Carlos Barral que una
vez en México visitó una editorial que se hallaba en la punta más avanzada de un
desierto y era dirigida por un analfabeto. Era difícil entonces, cuando lo
contó, imaginar que aquello tan esperpéntico sería el futuro. En ese futuro se
rehúye cada día más lo calificado despectivamente de literario. Y en el terreno
mediático es noticia la desaparición del Papa sin morirse, o la muerte del
libro, también sin defunción visible. Y en cambio no lo es que haya editoriales
que trabajan como si Cervantes las viera. Otro día abordaremos La boca pobre,
La vida dura y La gente corriente de Irlanda y demás libros de O'Brien que
andan por ahí también sin morirse.
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