Hay que aprender a atisbar la
luz. Sus inflexiones. Sus fugas y sus filtraciones. Por la mañana, después del desayuno,
después de leer el correo, informarse sobre el estado de la luz. Saber si es
posible pintar hoy, si el avance en el misterio del cuadro será profundo. Si la
luz del estudio será buena para penetrar en él.
En Rossiniere todo está igual que
antes. Es como un pueblo de verdad. Pasé toda mi infancia enfrente de los
Alpes. Delante de la masa oscura y fúnebre de los abetos de Beatenberg, en la
blancura inmaculada de la nieve. En realidad, vinimos aquí por mi añoranza de
la montaña. Rossiniere me ayuda a seguir adelante. A pintar.
Porque de eso se trata, de
pintar. Casi podría decir, sin temor a exagerar, que solo de eso.
Aquí es como si se hubiera
instalado la paz. La fuerza de las cumbres, el peso de las nieves alrededor, su
pesadez blanca, la sencillez de las cabañas en medio de los prados, el tintineo
de las esquilas, la regularidad del pequeño tren que serpentea por la montaña,
todo invita al silencio.
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