Billy Gray era mi mejor amigo y
me enamoré de su madre. Puede que amor sea una palabra demasiado fuerte, pero
no conozco-ninguna más suave que pueda aplicarse. Todo esto ocurrió hace medio
siglo. Yo tenía quince años y la señora Gray treinta y cinco. Estas cosas son
fáciles de decir, pues las palabras no sienten vergüenza y nunca se sorprenden.
Puede que la señora Gray todavía viva. Ahora tendría, ¿cuántos, ochenta y tres,
ochenta y cuatro? Tampoco es muy mayor, para estos tiempos. ¿Y si emprendiera
su búsqueda? Sería toda una aventura. Me gustaría volver a enamorarme, me
gustaría volver a enamorarme, sólo una vez más. Podríamos seguir un tratamiento
de glándulas de rocino, ella y yo, y volver a ser como hace cincuenta años, entregados
a nuestros éxtasis. Me pregunto cómo le irá, suponiendo que siga en este mundo.
En aquella época era tan desdichada, y debe de haber sido tan desdichada, a
pesar de su valerosa e inquebrantable jovialidad, y de verdad espero que las
cosas le fueran mejor.
¿Qué recuerdo de ella ahora, en
estos días suaves y pálidos en que caduca el año? Imágenes del pasado remoto se
agolpan en mi cabeza, y la mitad de las veces soy incapaz de distinguir si son
recuerdos o invenciones. Tampoco es que haya mucha diferencia, si es que hay
alguna. Hay quien afirma que, sin darnos cuenta, nos lo vamos inventando todo,
adornándolo y embelleciéndolo, y me inclino a creerlo, pues Madame Memoria es
una gran y sutil fingidora. Los pecios que elijo salvar del naufragio general-¿y
qué es la vida, sino un naufragio gradual? aveces asumen un aspecto de
inevitabilidad cuando los exhibo en sus vitrinas.
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