Lo que no está escrito, Rafael Reig, p. 61
El matrimonio es un espejo,
siempre le descubre a uno algo de sí mismo que habría preferido no saber. Al vivir
con alguien, como al escribir, uno se delata. La historia que contamos también
nos cuenta a nosotros nuestra propia historia, lo que no queríamos saber de
nosotros mismos.
Los matrimonios no se rompen
cuando uno conoce la verdad del otro y
descubre que no es como esperaba; se deshacen cuando uno se conoce por fin a sí
mismo y se encuentra con lo que en secreto temía que apareciera.
Para Carmen y Carlos todo sucedió
muy deprisa. Entre el encuentro en el autobús y el primer beso en el Hispano pasaron
tres días; entre aquel beso con los ojos cerrados y el primer polvo en el
chalet de los padres de Carmen, en Alpedrete, una semana; entre aquel polvo y el
matrimonio en la calle Pradillo, cuatro meses.
Del autobús al Hispano les llevó
la llamada de Carlos; del Hispano a la cama, la curiosidad impaciente; de la
cama al juzgado, cierta idea de sí mismos que les separaba de todos los demás y
de sus propias vidas, tan incómodas como la ropa de otro.
Carlos tenía entonces treinta
años y su padre había muerto cuando él era niño. Dicen que todos los hijos de viuda
se parecen, sienten el mismo miedo a la pobreza y esa confianza en su propio
esfuerzo que les hace creer que no le deben nada a nadie y les castiga con una
rigidez de carácter insoportable para los demás.
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