Estaba esperando a que Carlos
viniera a por el chico para irse al trabajo. Siete años después, las aguas
habían vuelto a su cauce y Carmen ya ni recordaba cómo habían llegado tan
lejos, hasta la demanda de divorcio, las medidas provisionales y la prohibición
de que el padre viera a solas a su hijo. Se le había ido de las manos, se había
dejado llevar por la abogada, pero había sabido rectificar. Al final, con el
tiempo, habían reconstruido una relación nueva basada en lo único que tenían en
común: para los dos lo más importante era el bienestar de Jorge. Carlos siempre
sería el padre de su hijo. Puede que hubiera sido el peor de los maridos, pero
ahora hasta ella misma reconocía que era un buen padre. No había más que ver a
Jorge. Durante la última media hora había ido cuatro veces a hacer pis.
-¿Nervioso?
-¿Yo? Pero qué dices. Es que he
bebido demasiado zumo.
Ese viernes no había instituto y
su padre se lo llevaba los tres días de acampada, hasta el domingo por la
tarde.
-¿De qué tienes miedo? ¿De los
lobos?
-Muy graciosa. Es que me parto.
Ja, ja y ja. En el Guadarrama no hay lobos, para que lo sepas.
-Siempre hay un lobo -dijo Carmen
cuando sonó el telefonillo-. Ese es tu padre, ábrele la puerta.
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