4321 de Paul Auster, p.219-220
Dios había sido injusto con él, y
ahora Dios se esforzaba en compensarlo tratándolo con divina clemencia y
delicadeza. Si la voz ya no podía decirle lo que necesitaba saber, tal vez Dios
podría comunicarse con él de otra forma, mediante alguna señal inaudible que
demostrara que seguía escuchando sus pensamientos, y así se inició la última
etapa de su prolongada indagación teológica, los meses de silenciosa oración en
que suplicaba a Dios que se le manifestara o renunciase a Su derecho de llevar
el nombre de Dios. Ferguson no pedía una grandiosa revelación bíblica, un
trueno poderoso o la súbita partición de los mares, no, se contentaría con algo
más modesto, un milagro infinitesimal del que sólo él fuese consciente: que el
viento de pronto soplara lo bastante fuerte para hacer que un errante trozo de
papel cruzara la calle antes de que el semáforo cambiara de color, que su reloj
dejara de andar durante diez segundos para luego ponerse de nuevo en marcha,
que una solitaria gota de lluvia cayera de un cielo sin nubes para depositarse
en su dedo, que su madre pronunciara la palabra misterioso dentro de treinta
segundos, que la radio se encendiera sola, que diecisiete personas pasaran frente
a la ventana durante minuto y medio a partir de aquel mismo momento, que el
petirrojo de Central Park sacara un gusano entre la hierba antes de que otro
avión pasara por encima, que tres coches tocaran el claxon al mismo tiempo, que el
libro se le cayera de las manos abriéndose por la página 97, que el periódico
de la mañana llevara una fecha errónea, que se encontrara una moneda de
veinticinco centavos en la acera al bajar la vista a sus pies, que los Dodgers anotaran
tres carreras al final de la novena y ganasen el partido, que el gato de su tía
abuela Pearlle guiñara el ojo, que todos los presentes en la habitación
bostezaran al mismo tiempo, que todos los presentes en la habitación soltaran
una carcajada al mismo tiempo, que nadie en la habitación hiciera un solo ruido
durante treinta y tres segundos y un tercio. Una por una, Ferguson deseaba que
ocurrieran esas cosas, ésas y otras muchas, y cuando ninguna ocurrió a lo largo
de seis meses de muda súplica, dejó de desear nada y apartó a Dios de sus
pensamientos.
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