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De manera que allí estaban, en
julio de 1961, a punto de emprender viaje rumbo a Camp Paradise al principio de
aquel verano crucial cuando todas las
noticias del mundo exterior parecían malas: el muro alzándose en Berlín, Ernest
Hemingway volándose la tapa de los sesos en las montañas de Idaho, turbas de
racistas blancos atacando a los Pasajeros de la Libertad que recorrían el Sur
en autobuses. Amenaza, desaliento y odio, prueba evidente de que el universo no
lo regían hombres racionales, y mientras Ferguson se adaptaba al agradable y
conocido ajetreo de la vida en el campamento, regateando pelotas de baloncesto
y robando bases mañana y tarde, oyendo la cháchara y las chorradas de sus
compañeros de cabaña, disfrutando de la ocasión de estar de nuevo con Noah, lo que
por encima de todo significaba mantener con él una conversación incesante
durante dos meses, bailando al anochecer con las chicas de Nueva York que tanto
le gustaban, la animada y pechugona Carol Thalberg, la delgada y pensativa Ann
Brodsky y en su caso Denise Levinson, llena de acné pero muy atractiva y de
acuerdo con él para perderse la “reunión social” de después de cenar y realizar
en cambio intensos ejercicios de lengua en boca en el prado de atrás, tantas
cosas buenas que agradecer, y sín embargo ahora que tenía catorce años y la
cabeza rebosante de pensamientos que no se le habían ocurrido ni siquiera seis
meses antes, Ferguson estaba siempre buscándose a sí mismo en relación con
personas desconocidas y distantes, preguntándose, por ejemplo, si no habría
besado a Denise en el preciso momento en que Hemingway se volaba la tapa de los
sesos en Idaho o si, justo cuando bateaba una doble en el partido de Camp
Paradise contra Camp Greylock el jueves pasado, un miembro del Klan de
Mississippi no atizaba un puñetazo en la mandíbula a un Pasajero de la Libertad
flacucho y de pelo corto rocedente de
Boston. Uno recibe un beso, otro un puñetazo, o, si no, alguien asiste al
entierro de su madre a las once de la mañana del 10 de junio de 1857, y en el
mismo momento, en la misma manzana de la misma ciudad, una mujer coge en brazos
por primera vez a su hijo recién nacido, el dolor de una persona acaeciendo al
mismo tiempo que la alegría de otra, y a menos de ser Dios, que debía estar en
todas partes y ver lo que pasaba en todo momento, nadie podría saber que esos
acontecimientos estaban ocurriendo a la vez, y mucho menos el hijo de luto y la
madre feliz. ¿Era por eso por lo que el hombre había inventado a Dios?, se
preguntaba Ferguson. ¿A fin de superar los límites de la percepción humana?
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