Lo que no está escrito, Rafael Reig, p. 157
Le han colgado el teléfono. ¿Ha
sido su hijo?
No quiere ni pensarlo: tiene que
haber sido Carlos. Qué raro, cuando nadie contestaba, ella sabía que estaban allí;
ahora que sabe que hay alguien, porque ha colgado, le entra miedo a que la
hayan dejado sola, a que se hayan ido todos de puntillas mientras ella tenía
los ojos cerrados. Quizá Carlos haya decidido llevarse al chico a otra ciudad,
quitarle a su hijo, igual que ella y Natalia, la abogada, se lo quitaron a él.
También piensa que haya podido pasar algo, una desgracia.
Dicen que el carácter es el
destino. Eso será para los que lo tienen, porque para Carmen, que había tenido que
sufrir el carácter de Carlos, sólo era una pesadilla interminable: el carácter
era la infancia, lo que ha quedado intacto del niño, sus caprichos, su
cabezonería, el recurso a la rabieta. Encerrado en la resina de la resignación adulta,
permanece ese niño fósil, el pequeño déspota, un insecto con el caparazón tan
rígido que le impide cambiar de dirección o de costumbres, y también volver a ponerse
por sí mismo boca abajo: se agita, patalea y exige ayuda a gritos.
O quizá el destino fuera el
retorno a la infancia. Volvíamos a no tener dentadura, a balbucear, a dormir
con pañales y a ser felices con sólo sentir calor, con ser abrazados, con
hacernos caca encima, tan a gusto, y que nos limpien con una esponja. Y a ser
mezquinos también volvíamos, a esconder magdalenas bajo llave, a ser
intransigentes, a exagerar cualquier dolor; y volvíamos a sentir miedo, el
mismo miedo a la oscuridad, a nuestro cuerpo, a que nos hayan dejado solos.
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