Ayer encontré las cartas de
Violet a Bill. Su dueño las tenía escondidas entre las páginas de uno de sus libros,
y al abrirlo cayeron al suelo. Hacía años que sabía de su existencia, pero ni
él ni ella me habían hablado nunca de su contenido. Lo que sí me dijeron es que
a los pocos minutos de leer la quinta y última carta, Bill cambió de opinión
con respecto a su matrimonio con Lucille, salió del edificio de Greene Street y
se dirigió directamente al apartamento de Violet en el East Village. Yo,
mientras las sostenía en la mano, percibí en ellas ese misterioso peso que
tienen las cosas que se han visto hechizadas por historias relatadas y vueltas
a relatar una y otra vez. Mi vista ya no es tan buena como antes, por lo que
tardé largo rato en leerlas, pero al fin conseguí descifrar hasta la última
palabra, y cuando terminé con ellas supe que iba a comenzar a escribir este libro
hoy mismo.
«Allí, tumbada en el suelo del
estudio -decía Violet en la cuarta misiva-, me dediqué a observarte mientras me
pintabas. Me fijé en tus brazos y en tus hombros, y especialmente en tus manos
mientras trabajabas en el lienzo. Hubiera querido que te volvieras hacia mí y
te aproximaras y me frotaras la piel igual que frotabas la pintura. Quería que
me oprimieras la carne con el pulgar del mismo modo que hacías con el cuadro, y
pensé que si no me tocabas me volvería loca, pero ni me volvi loca ni tú me
tocaste una sola vez. Ni siquiera me estrechaste la mano.”
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