4321 de Paul Auster, p. 260
Luego cumplieron catorce, primero
Amy en diciembre y luego él en marzo, y de pronto Ferguson se encontró
habitando un cuerpo nuevo que escapaba a su control, un cuerpo que producía
jadeos y erecciones espontáneas, la temprana fase masturbatoria en la que en su
cabeza no cabía ningún pensamiento que no tuviese un tinte erótico, el delirio
de convertirse en hombre sin los privilegios de serlo, desconcierto,
consternación, caos incesante en su interior, y ahora siempre que miraba a Amy
su primer y único pensamiento era cuánto quería besarla, lo que quizá pudiera
decirse también de ella por el modo en que lo miraba, según observaba Ferguson. Al anochecer de un viernes
de abril, cuando Gil y su madre salieron a cenar al centro con unos amigos, Amy
y él se encontraron solos en el apartamento del séptimo piso discutiendo la
expresión besos de primos, que Ferguson no acababa de entender, según reconoció, porque invocaba la imagen de unos
primos normales que se besaban educadamente en la mejilla, lo que chocaba un
poco, en cierto modo, porque a esa clase de besos no se los podía calificar de besos,
besos de verdad, y si eran normales, por qué se los iba a llamar besos de
primos, momento en el cual Amy soltó una carcajada y dijo: No, bobo, esto es lo
que significa besos de primos, y sin decir una palabra más se inclinó hacia
Ferguson en el sofá, lo abrazó y le plantó un beso en los labios que pronto se
convirtió en un beso que se deslizaba por el interior de su boca, y a partir de
ese momento Ferguson decidió que, al fin y al cabo, no eran primos de verdad.
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