Hablemos de langostas, DF Wallace, p. 142-13
(Inglés Políticamente Correcto),
según cuyas convenciones los alumnos que suspenden se convierten en alumnos de
«alto potencial” y la gente pobre en gente “económicamente desaventajda» y la
gente que va en silla de ruedas en gente “con capacidades distintas”y una frase
como “El inglés blanco y el inglés negro son distintos, y será mejor que aprendas
inglés blanco o no vas a sacar buenas notas” no es franca sino «poco sensible».
Aunque es normal hacer chistes sobre el IPC (hablar de la gente fea como “estéticamente
desaventajada”, etcétera), sepan ustedes que las diversas prescripciones y
proscripciones del inglés políticamente correcto han sido tomadas muy pero que
muy en serio por las universidades y las corporaciones y las organizaciones
gubernamentales, cuyos dialectos institucionales ahora evolucionan bajo el
escrutinio sombrío de todo un nuevo tipo de Policía del Lenguaje.
Desde una perspectiva determinada,
el ascenso del IPC pone de manifiesto una especie de ironía
leninista-estalinista. Es decir, los mismos principios que dieron forma a la
revolución descriptivista original-a saber, el rechazo de la autoridad
tradicional (nacido del Vietnam) y de la desigualdad tradicional (nacido del
movimiento por los derechos civiles)- han acabado produciendo un normativismo
mucho más inflexible, que no soporta la carga de la tradición ni de la
complejidad y que está respaldado por la amenaza de sanciones en el mundo real
(despidos, litigios) para aquellos que no obedecen. Esto es gracioso de una
forma sombría, tal vez, y es cierto que la mayoría de las críticas al IPC
parecen consistir en reírse del hecho de que es una moda o de que es
superficial. La opinión personal de este reseñista es que el IPC normativo no
es solo tonto sino ideológicamente confuso y dañino para su propia causa.
A continuación doy mis argumentos
a favor de esa opinión. El uso de la lengua siempre es político, pero lo es de
forma compleja. Con relación, por ejemplo, al cambio político, las convenciones
sobre el uso de la lengua pueden funcionar de dos maneras: por un lado pueden
ser un reflejo del cambio político, y por otro lado pueden ser un instrumento
del cambio político. Lo importante es que esas dos funciones son distintas y
que hay que mantenerlas separadas. Confundirlas - y en concreto, tomar por
eficacia política lo que no es más que un simbolismo político del lenguaje- permite
la grotesca convicción de que América deja de ser elitista o injusta simplemente
porque los americanos dejan de usar cierto vocabulario que se asocia
históricamente con el elitismo y la injusticia. Esta es la falacia central del
IPC -que el modo de expresión de una sociedad es lo que produce esas actitudes
en lugar de un producto de las mismas-, y por supuesto no es nada más que el
reverso del engaño SNOOT y políticamente conservador según el cual los cambios
sociales se pueden retrasar restringiendo los cambios en el uso de la lengua
estándar.
Pero olviden ustedes la
estalinización o los subterfugios de primer curso de lógica. El inglés
políticamente correcto encierra una ironía más repulsiva. Que es el hecho de
que el IPC afirma ser el dialecto de la reforma progresista pero de hecho -con
su colocación orwelliana de los eufemismos de la igualdad social en el lugar de
la igualdad social en sí- resulta de mucha más ayuda para los conservadores y
para el estado de las cosas en América de
lo que han resultado nunca las normas tradicionales de los SNOOT. Si yo, por
ejemplo, fuera un conservador político que se opusiera al uso de los impuestos
como medio para redistribuir la riqueza nacional, me encantaría ver cómo los
progresistas políticamente correctos gastan su tiempo y su energía discutiendo sobre
si a una persona pobre hay que llamarla “de ingresos bajos”, “económicamente desaventajada” o “pre-próspera” en lugar de construir argumentos públicos eficaces a
favor de leyes redistributivas o de elevar los márgenes de las tasas fiscales.
(Por no mencionar el hecho de que los códigos estrictos del eufemismo
igualitarista sirven para ocultar la clase de discurso doloroso, feo y a veces
ofensivo que en una democracia pluralista llevaría a un cambio político
verdadero y no a un simple cambio político simbólico. En otras palabras, el IPC
actúa como forma de censura, y la censura siempre está al servicio del estado
de las cosas.)
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