La chica del pelo raro / DF Wallace, p. 330-331
Pero todos, y Mark lo sabría si
se hubiera molestado en preguntarle a J. D. Steelritter, que en los tiempos
idílicos de los bares de solteros había investigado los
miedos-procedentes-de-engaños-solipsistas, todos tenemos nuestros pequeños
engaños solipsistas. Todos nosotros. La verdad está toda allí, registrada e
ilustrada con gráficos en blanco y negro -y olvidada, ahora que el miedo a la
enfermedad ha reemplazado al miedo de envejecer en soledad-, colocada en
carpetas de aluminio polvorientas en un archivo recóndito de la agencia
publicitaria J. D. Steelritter, en Collision, adonde se dirigen. Todos tenemos
nuestros pequeños engaños solipsistas, nuestras sospechas macabras de ser
totalmente singulares: creemos ser los únicos que llenamos la cubitera, que
retiramos los platos limpios del lavavajillas, que meamos ocasionalmente en la
ducha, los únicos a quienes les tiemblan los párpados en las primeras citas. Que
solo nosotros convertimos la súplica en cortesía. Que solo nosotros oímos el
gemido dramático que se esconde tras el bostezo de un perro, el suspiro arcano
que suena al abrir una jarra sellada herméticamente, la risotada estrepitosa al
freír un huevo, el lamento en re menor al rugir la aspiradora. Que solo
nosotros sentimos al anochecer ese pánico que siente el niño novato en el jardín
de infancia cuando su madre se marcha y lo deja solo. Que solo nosotros amamos
el solo-nosotros. Que solo nosotros necesitamos el solo-nosotros. El solipsismo
es lo que nos une, y J.D. lo sabe. Sabe que nos sentimos solos en la multitud;
que evitamos reflexionar sobre qué es lo
que ha creado la multitud. Que nunca somos otra cosa que caras en la multitud.
De eso se alimenta Steelritter.
No hay comentarios:
Publicar un comentario