La niña del pelo raro, DF Wallace. p. 989-99
-Llámame señor Johnson [Lyndon
Baines Johnson], chaval -dijo Lyndon, manoseando una faltriquera sin reloj que
le sobresalía del chaleco-. Puedes llamarme señor a secas.
Encendió otra lámpara y se sentó
con gesto fatigado a la mesa de Nunn, un becario de Tufts que había venido para
trabajar en verano.
-Esto no es trabajo tuyo, chaval.
-Señaló el castillo de color blanco que yo había construido con montones de
cartas-. ¿Te pagamos para que hagas esto?
-Alguien tiene que hacerlo,
señor. Y yo admiro la Directiva del Mismo Día. Asintió con la cabeza,
complacido:
-Me la inventé yo.
-Creo que es admirable cómo se
preocupa usted por el correo, señor.
Hizo un chasquido característico
con la lengua que hacía a menudo cuando pensaba:
-A lo mejor no lo es tanto si un
pobre chaval tiene que pasarse la noche en vela, con los ojos irritados y sin
cobrar un centavo.
-Alguien tiene que hacerlo -dije.
Y era verdad.
-Eso es una verdad como un
templo, hijo -dijo. Puso una de sus botas encima del fichero de Nunn, abrió un
par de sobres y miró dentro-. Pero muy mal andaríamos si todas las mujeres con un
poco de sentido común dejaran que sus maridos todavía estuvieran trabajando a
estas horas y no volvieran a su lado hasta las doce de la noche.
Me miré el reloj y luego miré la
puerta del despacho de Lyndon. Lyndon
entendió mi gesto y sonrió. Era una sonrisa amable: -Yo llevo a mi Claudia “Ladybird”.
Johnson aquí dentro, chaval-dijo y se tocó el pecho en el sitio donde tenía la
cicatriz de su reciente bypass (le había enseñado su cicatriz a todo el
personal)-. Igual que mi Ladybird me lleva a mí en el corazón. Cuando uno entrega
su vida a los demás, cuando uno empeña su salud, su mente y las ideas de su
intelecto para servir al pueblo, entonces uno tiene que llevar a su mujer
dentro, y ella a él, «en la distancia, en la separación y en la soledad”.
-Sonrió de nuevo e hizo una mueca mientras se rascaba un sobaco.
Lo miré por encima de una balanza
para el correo. -Usted y la señora Johnson parecen una pareja muy afortunada, señor.
Me miró. Se puso las gafas. Sus
gafas tenían una montura bastante rara, de un color claro y acuoso, como si
estuvieran llenas de líquido.
-Mi Ladybird y yo hemos tenido
suerte, ¿verdad? Claro que sí.
-Yo creo que sí, señor.
-Pues claro, coño. -Miró otra vez
el correo-. Claro, coño.
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