David Foster Wallace: una semblanza
William R. Katovsky / 1987
Arrival, verano de 1987.
David Wallace está arrodillado en el vestíbulo, como un golfista que trazara un putt. Se saca un Marlboro Light de sus pantalones de pana grises y lo enciende. Antes de que el cigarrillo le llegue a la boca de nuevo, una de sus alumnas, una chica universitaria, bronceada, fornida, con una espesa melena rubia melada, se le aproxima.
“No puedo ir a clase el jueves”, dice.
Desde la posición en que se encuentra, está de cara a la entrepierna de ella, así que se levanta, con el cigarrillo todavía a varios centímetros de los labios. “¿Puedes repetir eso?”, pregunta.
“No podré venir el jueves. Creo que he cogido bronquitis.”
Las pulseras que lleva en ambas muñecas hacen un sonido metálico, tintinean musicalmente mientras ella se aparta el flequillo de la frente. La clase de Lengua Inglesa 210, Introducción a la Escritura de Ficción, comienza en breve.
“Claro, yo tampoco me encuentro bien”, dice. “Acabo de superar una neumonía viral. Todo el mundo parece estar cogiendo la fiebre del Valle”
“Qué es eso?”
“¿La fiebre del Valle? Un hongo del desierto que viaja por el aire.”
Tose.
Ella se mueve nerviosa, vacilante. De nuevo se toca el flequillo. “¿Afectará a mi nota si no aparezco por clase?”
Él la mira friamente, frunciendo el ceño.
“Se supone que tengo que estar muy temprano en el aeropuerto al día siguiente para coger un vuelo a Hawái.”
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