Locura de un frente frío de la
pradera otoñal, mientras va pasando. Se palpaba: algo terrible iba a ocurrir.
El sol bajo, en el cielo: luminaria menor, estrella enfriándose. Ráfagas de
desorden, sucesivas. Árboles inquietos, temperaturas en descenso, toda la
religión nórdica de las cosas llegando a su fin. No hay aquí niños en los
jardines. Largas las sombras en el césped espeso, virando al amarillo. Los
robles rojos y los robles palustres y los robles blancos de los pantanos llovían
bellotas sobre casas libres de hipoteca. Las ventanas a prueba de temporal se
estremecían en los dormitorios vados. Y el zumbido y el hipo de un secador de
ropa, la discordia nasal de un esparcidor de hierba, el proceso de maduración
de unas manzanas lugareñas en una bolsa de papel, el olor de la gasolina con
que Alfred Lambert había limpiado la brocha, tras su sesión matinal de pintura
del sillón biplaza de mimbre.
Las tres de la tarde era hora de
riesgos en estos barrios residenciales y gerontocráticos de St. Jude. Alfred se
acababa de despertar en el sillón azul, de buen tamaño, en que llevaba durmiendo desde después de comer. Ya había
cumplido con su siesta, y las noticias locales no empezaban hasta las cinco.
Dos horas vacías eran un criadero de infecciones. Se incorporó trabajosamente y
se detuvo junto a la mesa de Ping-Pong, tratando de oír a Enid, sin lograrlo.
Resonaba por toda la casa un
timbre de alarma que sólo Alfred y Enid eran capaces de ·oír directamente. Era
el timbre de alarma de la ansiedad.
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