Aldo y Rosita Peyró, un
matrimonio maduro de Flores, adoptaron un curioso oficio en el que eran únicos y
despertaban la curiosidad de los pocos que se enteraban: hacían delivery
nocturno para una pizzería del barrio. N o es que fueran los únicos en hacerlo,
como quedaba patente por el ejército de jovencitos en motoneta que iban y
venían por las calles de Flores, y de todo Buenos Aires, desde que caía el sol,
como ratones en el laberinto de un laboratorio. Pero no había otra pareja madura (ni joven) que lo
hiciera, y a pie, en sus propios términos.
Eran miembros muy característicos
de nuestra vapuleada clase media, con una jubilación mediocre, casa propia, sin
apremios graves pero sin un gran desahogo. Con salud y energía, relativamente
jóvenes, sin nada que hacer, habría sido asombroso que no buscaran alguna
ocupación con la que complementar su modesta renta. No se propusieron ser
originales: el empleo surgió un poco por casualidad, por conocimiento con el
joven encargado de la pizzería, y quizá también porque se parecía a un no
trabajo. La crisis, que tantas adaptaciones extrañas en los hábitos venía
produciendo, terminó de redondear la oportunidad
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