No ha cumplido quince años cuando
ve en persona a su primer muerto. Lo asombra un poco que ese hombre, amigo
íntimo de la familia del marido de su madre, ahora, encogido por las paredes
demasiado estrechas del ataúd, le caiga tan mal como cuando estaba vivo. Lo ve
de traje, ve esa cara rejuvenecida por la higiene fúnebre, maquillada, la piel
un poco amarillenta, con un brillo como de cera pero impecable, y vuelve a
sentir la misma antipatía rabiosa que lo asalta cada vez que le ha tocado
cruzárselo. Así ha sido siempre, por otro lado, desde el día en que lo conoce,
ocho años atrás, un verano en Mar del Plata, cuando falta poco para almorzar.
No corre una gota de viento, las
cigarras ponen a punto otra ofensiva ensordecedora. Huyendo del calor, del
calor y del tedio, él deambula a la deriva por ese caserón de principios del
siglo veinte donde no termina de encontrar su lugar, poco importan las sonrisas
con que lo reciben los dueños de casa
apenas la pisa por primera vez, la habitación exclusiva que le asignan en el
primer piso o la insistencia con que su madre le asegura que, recién llegado y
todo, tiene tanto derecho al caserón y a todo lo que hay en él
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