EL ANCIANO SE ENCONTRABA TAN
cerca de la ventana del sexto piso del edificio como se lo permitía el soldado.
En el exterior, una inusual oscuridad cubría la ciudad; en el interior del
edificio, el bajo voltaje de la lámpara de escritorio se deslizaba débilmente sobre
la montura metalizada de sus gruesas gafas. Iba menos acicalado de lo que el
militar había supuesto: el traje tenía arrugas en la espalda, y lo que quedaba
de su pelo rojizo se levantaba en mechones desordenados. Sin embargo, su
postura denotaba confianza en sí mismo, incluso cierta beligerancia en la forma
en la que su pie izquierdo estaba colocado con firmeza sobre la línea pintada en
el suelo. Con la cabeza levemente inclinada, el anciano, mientras tanto,
escuchaba la protesta de las mujeres, que serpenteaba a través del compacto centro
de la capital sobre la que había ejercido su mandato durante tanto tiempo. Una
sonrisa se había dibujado en su rostro.
Las mujeres se habían reunido aquella tarde lluviosa
de diciembre frente a la Catedral del Arcángel San Miguel, un punto de
encuentro de la antigua época monárquica. Muchas habían entrado primero y
habían encendido velas a la altura de sus hombros: velas delgadas, amarillas,
que tenían la tendencia, ya fuera por mala fabricación o por el calor de las
llamas que las rodeaban, a doblarse por la cintura hasta alcanzar la bandeja
llena de cera más abajo.
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