El ruido del tiempo, Julian Barnes, p. 192
Y el momento en El mercader de
Venecia en que Shakespeare dice que no es fiar un hombre al que lo le gusta la
música; que un hombre así sería capaz de una vileza, hasta de asesinato o traición.
Así pues, por supuesto, los tiranos odiaban la música, por mucho que se esforzaran
en fingir que la amaban. Aunque odiaban más la poesía. Le había gustado estar
en aquella lectura de unos poetas de Leningrado en la que Ajmátova subi6 al
escenario y todo el público se levant6 espontáneamente para aplaudirla. Un
gesto que indujo a Stalin a preguntar, furioso: «¿Quién organizó que se
pusieran de pie?» Pero, más aún que la poesía, los tiranos odiaban y temían el
teatro. Shakespeare ponía un espejo ante la naturaleza, ¿y quién soportaba ver
su propio reflejo? Hamlet, por tanto, estuvo prohibido durante mucho tiempo;
Stalin aborrecía esa obra casi tanto como aborrecía Macbeth.
Y no obstante, a pesar de todo
esto, a pesar de que no tenía rival en la descripción de tiranos hundidos en
sangre hasta las rodillas, Shakespeare era un poco ingenuo. Porque sus
monstruos tenían dudas, malos sueños, punzadas de remordimientos de conciencia.
Veían alzarse ante ellos a los espectros de los que habían asesinado. Pero en
la vida real, bajo un terror real, ¿qué conciencia culpable? ¿Qué malos sueños?
Todo eso era sentimentalismo, falso optimismo, la esperanza de que el mundo
sería como queremos que sea en vez de como es. Qué pocos de los que cortaban la
leña y hacían que volaran las astillas, de los que fumaban Belomor sentados
ante sus escritorios en la Casa Grande, de los que firmaban las órdenes y hacían las llamadas por teléfono, cerrando un
expediente y con él poniendo fí a una vida, qué pocos de ellos tenían malos sueños
o veían alguna vez alzarse a los espectros de los muertos para reprochárselo.
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