Mis dos maletas se deslizaban
lentamente por la banda transportadora de la sala de llegadas. Eran viejas, de
finales de los sesenta, las había encontrado el d1a antes de que viniera el camión de la mudanza entre las cosas que mi
madre guardaba en el desván, y me las adjudiqué de inmediato, iban bien conmigo
y con mi estilo, no del todo contemporáneo ni del todo aerodinámico.
Apagué el pitillo en el cenicero
del poste que había junto a la pared, bajé las maletas de la cinta y salí del
recinto.
Eran las siete menos cinco.
Me encendí otro cigarrillo. Nada
corría prisa, no tenía que llegar a ninguna parte, no había quedado con nadie.
El cielo estaba nublado y sin
embargo el aire era fresco y claro. Había algo de alta montaña en el paisaje, a
pesar de que el aeropuerto frente al que me encontraba estaba sólo unos metros por
encima del nivel del mar. Los pocos árboles que podía ver eran bajos y estaban
torcidos. La nieve cubría los picos de las montañas en el horizonte.
Justo delante de mí un autobús
del aeropuerto se estaba llenando a toda velocidad.
¿Debería cogerlo?
El dinero que mi padre me había
prestado de tan mala gana para el viaje tendría que cubrir mis gastos
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